El día que no debió existir

El día que no debió existir

El pánico a lo sobrenatural queda pálido ante la terrible realidad que
causa el demencial accionar de la mezquindad humana.


Esa mañana, muy temprano, Miguel despertó y se metió al baño, sin mirar si Laura, su mujer, aún dormía y -como era su asquerosa costumbre- fumó un cigarrillo para rato después ponerse bajo la agradable tibia lluvia de la ducha.

Como todos los días, trataba de enviar mensajes a su subconsciente con la esperanza de hacer de su trabajo un agrado. Se decía a sí mismo “el trabajo es salud”, insistía con “el trabajo dignifica al hombre”. Miguel desayunó mirando, al mismo tiempo, por los ventanales de su terraza el aspecto que presentaba el día, y se decía a sí mismo que nuevamente sería una jornada de calor intenso, con suerte, no más de 32°, pero que en esa torturante oficina de latón, en que trabajaba, habría mínimo 38°. También pensó en el humo hediondo y tóxico que respiraría, durante toda la jornada, proveniente de compresores, generadores y otras maquinarias que están en reparación en el patio adyacente a su oficina. El sabe que este tipo de agentes producen silicosis, en el mejor de los casos. El ruido de los motores superará dos o tres veces el índice de decibeles permitido por las normas laborales y medioambientales. Sabe que pronto eso provocará su sordera. En algunos lugares de la empresa hay letreritos que dicen “El capital más valioso de esta empresa es su recurso humano”. Eso es todo lo que hay al respecto, sobre el cuidado de ese capital, el más despreciable. Pero ¿qué se puede hacer? Todo el mundo sabe que esto es ilegal, que es inhumano, que es un abuso, que es un atropello a la dignidad humana, pero las autoridades hacen oídos sordos -y ojos ciegos- a la situación. Y el trabajador debe llevar alimento a su familia.

-Si no te gusta, te vas. Hay un ejército de reserva de cesantes.


Pero Chile no es una excepción –hay que aumentar la edad de jubilación a sesenta y siete años dice un canalla, al otro lado del mundo- y otro igual lo aplaude. Mas sus fortunas alcanzan para llegar a pasear más allá de nuestra atmósfera.

Miguel dejó en el lavaplatos los utensilios ocupados en el desayuno, preparado y dejado en el refrigerador por su mujer antes de acostarse por la noche. Fue a despedirse de ella como lo ha hecho siempre, pero no estaba en el dormitorio, revisó el baño y tampoco. Pensó que habría ido al departamento de su vecina y como estaba corto de tiempo se marchó sin más. Miguel da mucha importancia a decir siempre un “te quiero mucho” a los seres amados, pues piensa que nunca sabrá cuándo será el instante final de su vida. Finalmente partió hacia su trabajo con la misma alegría de siempre: ninguna. Bajó al primer piso en el ascensor, pasando por la conserjería del edificio de departamentos donde vive. Le llamó la atención no ver persona alguna en la mayordomía, espió alrededor del lugar sin encontrar a nadie.


-Debo poner esto en conocimiento de la junta de copropietarios, esta actitud es muy peligrosa, puede ser aprovechada por algún delincuente. Se dijo.


Caminó por Santos Dumont hacia Avenida Recoleta flanqueando el Cerro Blanco, evitando hoyos y losas sueltas en la vereda y cuidando no pisar los excrementos de perros callejeros que pululan por el sector. Miguel, como toda persona que ha sido mordida por uno de ellos, opina que estos animales debieran ser eliminados. Por el camino va soñando despierto con inventos o descubrimientos que lo llenarán de dinero, el sabe que son imposibles, pero igual irá caminando por la vida sin empatizar con el otro, sin incorporarlo a sus vivencias, sino que viviendo de ilusiones. Y si no, va cantando en silencio o trata de explicarse por qué las aves se comunican continuamente entre ellas, o en la inmortalidad del cangrejo. Además de algunas cosas más terrenales como preguntarse de dónde sacaré dinero para pagar esto y estotro. Así, Miguel va totalmente desconectado respecto de los demás y del entorno, como si fuera un autista, eso, es un autista. Una vez en Avenida Recoleta pone su atención en conseguir un microbús o un taxi que lo lleve rápidamente a su trabajo, no muy lejos de allí, pero no tan cerca como para irse caminando. Se detuvo en el estrecho pasillo que dejaba un cierro de madera, en parte de la acera, separándola de trabajos ejecutándose del otro lado. Y supuestamente habría estorbado la pasada de otro peatón, pues sintió la voz de una mujer de edad, que muy suavemente le habló en un humilde susurro.


-Perdón, ¿me podría dejar pasar, por favor?, dijo la casi anciana mujer.


-Por supuesto, contestó Miguel. Dio media vuelta para caballerosamente dejar el paso a la buena señora, pero allí estaba sólo él.


En la voz que lo interpeló había algo que le molestó desde un principio, estaba compuesta por muchas voces, como un coro disonante de satánicas plegarias cargadas de una maldad inconcebible, alienada. Una maldad arquetípica. Sus pelos se erizaron, el miedo le atascó la garganta y sus ojos estaban desorbitados. Algo muy parecido a frío recorría su espalda. Miguel estaba siendo testigo, que digo testigo, estaba siendo protagonista de un hecho sobrenatural, terrorífico y abominable que perturbó gravemente su razón, a él, el rey de los escépticos. ¿Es el temor y el horror a lo sobrenatural distinto al pavor y pánico que sentimos ante salvajes y demenciales conductas humanas, colectivas o individuales, en el universo que llamamos real, porque es lo que nuestros cinco sentidos captan? Le aterrorizó la idea que una descarnada mano cayera sobre su hombro. Miguel huyó despavorido, sintió náuseas. Algo andaba mal, recién aquí, su comportamiento de autista dejó de funcionar y le permitió relacionar información. En las calles no vio persona alguna. Recordemos que en su propio hogar, tampoco.


-Pero, si he tenido contacto auditivo, se dijo.

-¡No!, ¿con quién?, realmente no sé qué sucedió, se contradijo.


Miguel se decía que probablemente ruidos de motor, viento sacudiendo ramas de árboles, personas conversando tras una pared, niños jugando -con la bien conocida característica del sonido de parecer que proviene de un lugar que no lo es, como hacen los ventrílocuos- se combinaron y llegaron a sus oídos en forma incompleta y el cerebro, que es incapaz de aceptar la discontinuidad, llenó los vacíos, los interpretó como una frase… La explicación racional que Miguel buscaba era más vesánica que aceptar lo sobrenatural, lo inexplicable, de una vez. Relacionó, la recientísima experiencia con la ausencia de personas, vehículos y actividad, como partes de un mismo fenómeno. Una mezcla de temores, ideas y sentimientos le provocaron una gran confusión mental y emotiva. Debemos formarnos la idea que su estado de ánimo estaba por los suelos y su sistema nervioso, a punto de colapsar. Sintió miedo, espanto quizá, provocado por sentirse solo, pero muy solo, en algún lugar desconocido. Por todos lados flotaba un silencio sepulcral, húmedo que se pegaba a la piel, era tanto, que escuchaba el bombeo de su propio corazón. Muy cerca de allí, el Cementerio General, se erigía como decorado de fondo de un teatro de la locura.

Caminó con resolución hacia la siguiente calle donde podría tomar movilización, pero cerca de la esquina donde debía doblar, sintió un temor generalizado… no sabía qué espanto podía esperarle allí. Una vez más se presenta, el viejo dilema de ignorar la realidad o de soportarla sea cual sea. Pero ignorando la realidad no se puede avanzar, solo se camina en círculo. Tampoco había gente en esa calle. Tomó la decisión de retornar a su hogar para coger el coche, apresurándose lo más que pudo, y reprochándose haber demorado tanto en considerarlo una solución. Después de caminar enérgicamente llegó a su edificio, y subió al departamento para comentar a su mujer los acontecimientos, pero no estaba. Concluyó que la ausencia de su cónyuge obedecía al cuadro general que había observado, y eso le provocó una tristeza infinita.

La soledad como opción propia de distanciarse de la sociedad es una cosa. Otra cosa, es el espanto que experimentaba Miguel al pensar, creer y sentir que la humanidad había marchado hacia un ignorado otro universo, olvidándole a él a su suerte. Pero aún subsistía la esperanza, que más allá encontraría a otras personas, y la explicación del suceso.

Miguel llevó su automóvil por calle Santos Dumont y luego enfiló por calle Barón de Juras Reales hasta ese lugar de trabajo, groseramente ruidoso y humeante, en que laboraba. El parqueadero estaba totalmente desocupado. Estacionó en el lugar más cercano a la entrada. Quería sonar el timbre para que desde dentro abrieran la puerta de entrada, pero ahora, cosa curiosa, sentía miedo que la puerta se abriera. Quizá que atrocidad pudiere estarle aguardando en ese lugar maldito. Finalmente decidió pulsar el botón de la puerta de entrada. Pese a varios intentos no hubo respuesta. Se marchó aliviado, pues terrible hubiera sido que los únicos humanos existentes fueran las personas que laboraban allí, algunas de las cuales eran perversas.

Hay cosas horribles que preferimos no afrontar, pues nos parece que al eludirlas tenemos mayor posibilidad de evitar el sufrimiento. Pero, ese horror, tarde o temprano nos alcanza, con el agravante de haber llevado un fardo encima todo el tiempo. Miguel -a esta altura de los acontecimientos- deseaba encontrar un lugar donde acurrucarse: debajo de una mesa, contra una pared, para sentirse protegido contra este peligro indefinido. Infantilmente buscaba una protección contra el terror y la desazón que experimentaba cada vez con mayor intensidad.

Sintió una especie de falta de ligazón con la especie humana, con la familia, con las instituciones, con la vida misma y con cuanto fuera. Inició una búsqueda desesperada de algo que diera sentido a su mero acto de vivir y pusiera fin a su desorientación, pero sin encontrarlo. Se devolvió hacia su domicilio acelerando el automóvil al máximo. A estas alturas de los acontecimientos casi le pareció obvio: El portero no estaba. Subió en el elevador hasta su departamento. No sin aprehensión entró a su departamento. Su esposa no estaba. No había señal de radio ni TV. La incomunicación era total.


-¿Seré yo -por alguna razón inexplicable- el único ser humano en el universo que vive este día?, ¿algún universo paralelo?, Miguel trataba febrilmente de entender. Muy cansado, se tiró sobre su cama y rápidamente se quedó profundamente dormido.


Despertó a la hora de siempre y respiró aliviado de haber salido de esa extraña pesadilla. Miró el taco de calendario sobre su velador y leyó la hoja visible: lunes 10 de septiembre. Como era día martes, la arrancó, y leyó en la nueva hoja: martes 12 de septiembre. Era el año 1973.(*)


Fin

(*) El día martes 11 de septiembre de 1973 hubo un Golpe de Estado en Chile, que inició la más terrible de las dictaduras y que frenó transitoriamente –una vez más- la lucha irrenunciable por conseguir la emancipación de la humanidad.

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